Dios
me ha dado mucho. Siempre he sido feliz. Cada uno de los momentos vividos en
familia y con amigos, perduran en mi corazón. Mucho he recibido. Mucho he
disfrutado. Mucho he compartido. Sin embargo, hubo un momento en mi vida en que
todo “esto” no alcanzó. Una fuerza dentro de mí me empujaba a más. No sabía
cómo definirla, pero era mayor que mí misma.
En la sencillez de lo cotidiano percibía una presencia distinta, única, tierna, que me atraía cada vez más y me hacía experimentar la necesidad de ir a su encuentro. Buscaba la posibilidad de amar y ser amada… y allí, en la intimidad con Dios encontré la respuesta: su mirada paterna, su corazón desbordante y suplicante al mismo tiempo, ¡su amor infinito! Presencia cautivadora, especial, transformante… que me llamaba a algo grande.
Un
día me hallaba en una capilla y escuché unas hermanas cantar a Jesús: “Aunque todos te
abandonen, yo no”. Palabras penetrantes, verdaderas,
decisivas, encarnadas en la persona del Beato Manuel, a quien descubrí. Él se
dejó atraer completamente por la presencia viva de Jesús en el Sagrario. Sí,
era un enamorado de Jesús abandonado vivo en la Eucaristía, dándose siempre a todos y para
todos. Don Manuel encontró en aquella presencia un amor sin medida, y eso le bastó. Su testimonio de vida fue una luz en mi camino vocacional y en mi vivencia como Misionera Eucarística de
Nazaret.
Cierto,
mi vida cambió. Una luz nueva se encendió en mí. Luz que me lleva a indicar a
otros la presencia viva de Jesús en la Eucaristía, presencia de amor hasta el
fin. Llamada que se convierte, cada día, en certeza de un amor perpetuo.
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