¿Por dónde
empezar? ¿Qué contar? Son muchas las experiencias maravillosas que me ha
regalado el Señor, enriquecidas con el carisma y originalidad del Beato Manuel
González.
Escribiré dos
testimonios, el primero lo considero la raíz de mi vocación como Misionera
Eucarística de Nazaret; la semilla primigenia que luego iría creciendo y
madurando, mi primer llamado a una vida eucarística. Esto sucedió cuando
yo era apenas una niña y asistía a la catequesis de primera comunión. Recuerdo
claramente el día que la catequista nos dijo que Dios nos amaba tanto, que
había enviado a su Hijo Único al mundo para que muriera por nosotros en una
cruz, para salvarnos, y esto lo hacía por puro amor. Entonces dije en mí
interior: “yo también quiero amar así,
con Jesús y junto a Jesús”. Luego, un día, sentada en el primer banco de la
Iglesia, durante la Eucaristía, fui totalmente consciente, por pura gracia de
Dios, que aquel Jesús que tantas veces había visto en las estampas del via crucis, que había sido crucificado y había quedado completamente solo en la
cruz, con la compañía de la Virgen María y otras personas que no conocía, era
el mismo Jesús que estaba presente en la Hostia Consagrada y que el Sacerdote
elevaba durante la consagración. En ese momento quise que aquello que yo había
descubierto, muchos más también lo supieran, porque de esta manera Jesús
dejaría de sufrir, de estar solo. Además, fue algo tan maravillo aquel
descubrimiento que yo quería que otros también lo supieran y disfrutaran.
El segundo
testimonio está enmarcado en la misión. Todo ocurrió de la siguiente forma: yo
ya estaba en la Congregación, tenía apenas un mes de postulante, era Semana Santa y nos íbamos de misión a un pueblo que solo Dios, y la persona que nos
llevaría, sabían dónde quedaba. Esta fue mi primera misión. Éramos
tres, Hna. Mª Carlina, Darwin (un chico de la Jer) y yo. Iniciamos
nuestro camino muy contentos, disfrutando del paisaje, pero al llegar al lugar
todo cambió. Primero: no teníamos lugar dónde quedarnos; segundo: al llegar a
la Iglesia aquello era una plaza totalmente abierta, sin puertas ni ventanas,
con las mujeres hablando dentro y los niños corriendo de un lugar a otro, y
desde luego, sin Sagrario, ni Altar, ni nada. Queríamos salir corriendo, pero
ahí nos quedamos. Al pasar los días y no tener respuesta positiva de la gente
del lugar, nuestro desánimo fue en aumento, pero un día, de camino por el río,
de regreso a la escuela donde nos quedábamos esos días, nos llegó el golpe de
Gracia. Todos queríamos regresar a nuestras casas, a nuestra parroquia donde
todo estaba bien organizado y la piedad de la gente desbordaba, con nuestros
amigos y hermanas de comunidad con los que podíamos rezar… y nos dijimos: “si nosotros nos vamos, esta pobre gente se
quedará con menos de lo que tiene de Dios, nadie les hablará de Jesús, si nos
han enviado hasta aquí es por algo, es porque el Señor lo quiere, es porque la
gente necesita de Dios y somos nosotros los que debemos acercarles a Él". Y
como el Bto. Manuel dijimos: "Aunque todos…
yo no…”. Y nos quedamos hasta el final de la misión, el Domingo de Resurrección.
Este
es mi Palomares del Río.
Hna. Zuly Mª, men
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